RELATOS DE JARANA

Con el permiso de Walter Huambachano, hijo de uno de los más grandes cultores de nuestra querida Música Criolla, les entrego a todos Uds., unos relatos de la más pura jarana que se vivió en aquellos tiempos en casa de su padre don Luciano Huambachano Temoche, es un relato que encontré en un libro y pues le hice la transcripción del caso, pero para que sea más interesante lo iré enviando por partes, espero que lo disfruten y sea de su completo agrado.

José Antonio «El Chalán»

RELATOS DE JARANA
por Roberto Salinas

(Primera parte)

La casita era famosa. Quedaba en una agrupación de vivienda en la margen izquierda del jirón Caquetá, en el Rímac lo que viene a ser la continuación de la Av. Alfonso Ugarte, pasando el Puente del Ejército. Una entrada amplia, testigo de mil confidencias, daba acceso a una especie de jardín, por cuya vera derecha había que seguir hasta llegar a la tercera puerta. Ventana amplia y puerta pequeña. Allí vivía Luciano Huambachano, famoso autor de “Barrio Bajopontino”, jaranero, guitarrista y cantante, bohemio y criollazo.

Un cholo cetrino, que era capaz de pararle el pleito a cualquier cantante de nota. Sabina, su mujer parecía hecha a su medida. Sonrisa fresca y supertolerante. Aceptaba como la cosa más natural que su esposo atendiera a sus amigos y si había que meter la mano a la cocina, la metía y ¡eso era una bendición de Dios!. Porque si alguien cocinó mejor que Sabina, don Ricardo Vicuña, el maestro del billar, y filósofo de la viveza, ya lo hubiese sabido. Y a nosotros don Ricardo siempre nos dijo que donde mejor cocinaban era en casa de Huambachano.

Como por arte de magia doña Sabina preparaba diez platos al hilo y lo hacía con tal alegría, que parecía transmitir ese estado de ánimo a su comida. Siempre hubo discusión si cocinaba mejor la carapulca que el caucau o el
olluquito. Nosotros seguíamos al maestro Vicuña y nos solíamos despachar todos los platos posibles de la bendita carapulca. Betty, la hija más linda, centro de las miradas francas o soslayadas, se limitaba a sonreír. Y entonces daba ganas de comerse todos los platos de tan mágica cocina.

En esta casa pequeña, de sala y comedor pegados como siameses, los oídos se nos quedaron tintineando luego de escuchar, por primera vez, a los señores negros que iban a buscar a Rodolfo Espinar a la redacción de Expreso. Cantaban “La abeja”, valse del “Chino” Ernesto Soto, más conocido como “Tomate”.

La aguda voz de Augusto Ascuez era mantenida arriba por el cantar encubierto de la “segunda de ascenso” de su hermano Elías. “Quisiera ser como la abeja / que vuela sin que nadie la detenga / besa las flores / toma el zumo / y echarlo en tu boca cual rocío. De flores primorosas / del jardín cual un ensueño / que un hada ha besado al pasar / que un hada ha besado al pasar /. Después de haber mirado de reojo ese tu talle / , quisiera una y mil veces contemplar/”.

Si hasta aquí el valse era un poema para debutantes de jarana, como nosotros, lo que siguió después fue el acabose. Entró el “Manchao” Alejandro Arteaga y la casa remeció. “Tu carita de grana / tus ojeras que engalanan y tu pelito que parece volar / Tu carita de grana / tus ojeras que engalanan y tu pelito que parece volar / Quisiera ser como la abeja…”. ¿En qué tono tan alto habría cantado el “Manchao”? Los oídos nos quedaron tintineando, como si cada nota hubiese agitado nuestros tímpanos hasta hacerlos temblar.

(Segunda parte)
CANTA EL LEON

Pero todo tiene su explicación. La casita de Luciano estaba cerrada por todos los lados, por una orden mayor que no admitía discusiones. Don José Arana Cruz era famoso por su cara de león, “un corte” que le bajaba del pómulo a la barbilla y un permanente gesto fiero que la verdad asustaba. Era el gran “Patuto”, ex-“operador” en las canchas de fútbol, también entrenador de su Chalaco, bravo, al extremo que cuando iba a dar las instrucciones técnicas, juntaba a los “muchachos” Rosasco, Portanova, Mina, Aguilar y, antes de empezar, ponía las razones sobre el tapete. La más impresionante era una chaveta que la clavaba con tal maestría que quedaba oscilando ante la indiferente mirada de sus pupilos. “¡El que manda soy Yo, carajo!. ¿Tá bien?”. Un simple movimiento de cabeza le permitía seguir.

Este mismo José Arana era bohemio, amigo de los jaranistas, y gustaba cantar viejos valses de Pinglo. Aquella noche 24 de noviembre, víspera del santo de Huambachano, entonaba “Astro Rey” con una cadencia sentida que en lugar de león parecía un gato. Al llegar a “Soy violeta gentil….”, un palomilla pegado a la ventana, por el lado de afuera, le gritó: “¡Con esa cara, como vas a ser violeta!”… Y fue terrible. “Patuto” quiso salir para agarrar al mocoso, pero éste ya había volado sabe Dios con que dirección. Todo molesto, “Patuto” sentenció “¡Cierren las ventanas!”, y como la puerta estaba cerrada para eludir a los zampones, nos quedamos encerrados.

Esa acústica fue la que motivó nuestro primer tintinear de oídos en una jarana criolla. Luego vendrían los Ascuez, con Luciano y el “Manchao” Arteaga para tener arriba, siempre arriba, a “La abeja”, del “Chino” Soto.

(Tercera parte)
PASEN, PASEN

Por la casa de Luciano Huambachano desfilaron los más conspicuos cantantes criollos. Aquella vez de la víspera de su cumpleaños, todo el mundo esperaba la jarana de contrapunto, pues se habían integrado hasta tres grupos que se miraban con respeto. La primera opción la tenían los Ascuez, pues Augusto las sabía todas y le sobraba para regalar. Además de buena memoria, sabía improvisar mejor que nadie. Ese negro era una maravilla, un portento. Tenía tal porte, tal forma de ser, que hasta los blancos le escuchaban y le hacían caso. Parecía dueño del respeto. Y alguna vez nos preguntamos si este negro portentoso no sería jefe o rey, si hubiese nacido en su Africa ancestral. ¡Era sinónimo de nobleza!. Junto con Augusto se cuadraban su hermano Elías y el “Manchao” Arteaga. En otro lado, estaba el “Curita” Gonzáles que se acomodaba con Manuel Covarrubias, compositor de lujo y buena segunda. También se sumaban Abelardo Vásquez, heredero de Porfirio, su entrañable padre llamado “El Marqués”. No se hacía problemas con Wilfredo Franco. El cajón de Francisco Flores, simplemente “Pancho Caliente”. Con ellos, podían haber 80 mil cantantes en Lima, pero la casa de Luciano parecía abierta exclusivamente para algunos.

Si escuchar ya era una lindura, ver a Nicolasa (hija mayor de Augusto Ascuez, casada con Ricardo del Valle, “Mil quinientos”) bailar con el gringo Ambrosini, el buen “Gato blanco”, era todo un acontecimiento. Nicolasa bailaba casi con la misma cadencia de Bartola, es decir, la marinera pausada, rítmica, no la saltarina, que también es limeña, pero con huella norteña, la que practicaba Valentina con su famoso ¡que me hacen!.

Doña Irma Céspedes, compañera de Oswaldo Campos, dueña de un cuerpo escultural y un donaire capaz de desgraciar, lanzaba los zapatos al aire y también salía al ruedo para bailar marinera. Jamás gozo tanto Mañuco Covarrubias mirando esas piernas, desde el suelo, hasta llamarla “Condesa Descalza”, mientras el flaco Espinar se mandaba a dibujar la marinera.

Llegaba gente notable. Cantaban los Enríquez: Barahona y el “Cholo” Peña, y la casa enmudecía. O Fernando Loli, sobrino de Luciano, que en dúo con José Moreno el gran “Paquete”, eran sensacionales. Cantaban y cantaban. Mientras la buena Sabina servía y servía, ayudada por Valentina, la “Gata” Sabina, esposa de “El niño”, mamá de Makarios.

La noche se volvía día y el día se volvía noche. Había cambio de personal, porque jamás un día fue suficiente para celebrar el santo de don Luciano Huambachano.